lunes, 29 de noviembre de 2021

  • noviembre 29, 2021
  • ROBERTO GONZALEZ BERNAL
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El sábado 13 de noviembre por la tarde, había un ir y venir por la casa. En el segundo piso, el Dr. Francisco Montes, querido médico de la colonia INDECO que también había atendido a mi abuelito y a la mayoría de mis tíos, revisaba a mi mamá Andrea en su habitación. La mañana anterior le habíamos hecho un electrocardiograma para que el doctor Montes pudiera revisarlo. Su diagnóstico era que mi mamá Andrea se pondría bien si guardaba reposo y tomaba unos medicamentos que le mandaría.

Yo me fui con el doctor para traer a casa el medicamento, en el camino, el Dr. Montes, con la seriedad que le caracterizaba me dijo que no me preocupara, que mi mamá Andrea era de buena madera y viviría mucho tiempo más. El doctor nunca me había mentido, sus palabras me llenaron de sosiego.

Para cuando regresé a casa, mi mamá Andrea estaba cenando un hot-dog de con Martín, sin tocino, como a ella le gustaban. Le dimos su medicamento y todo parecía indicar que la tormenta que habían significado los últimos días de malestar estaba por quedar atrás. Mis familiares regresaron a su casa y nos quedamos solos mi mamá, mi abuelita y yo.

Ella y yo platicamos por horas esa noche, sentados los dos en su vieja cama. Le platicaba de todo y era mi cómplice en todo. Esa ocasión hablamos de Aután, de mis primeros meses en el Conalep, de la computadora que hacía poco me había regalado y que, me decía ella, era mi herencia de su parte. Hablamos mucho, hasta bien entrada la madrugada.

-tú no duermes, pero yo sí, ya vete a tu cuarto- me dijo.
La obedecí y fui a dormir. Lo siguiente que recuerdo es caos. Alguien me despertó, pero no puedo precisar si fue mi prima o alguien más. Mi mamá Andrea no podía respirar y necesitaban que yo fuera donde Lucy, nuestra vecina, que tenía una hija doctora, con la esperanza de que pudiera auxiliarnos.

Me vestí lo más rápido que pude y corrí hasta la tienda de Lucy, la cuadra que divide su casa de la nuestra me pareció interminable y sentía que en mis manos tenía la vida de mi mamá Yoya. Nuestra vecina, muy comprensiva, se comprometió a decirle a su hija que viniera a casa. En menos de 5 minutos estaba con nosotros.

Mi mamá ya no reaccionaba para eso. La doctora, de cuerpo esbelto y piel muy blanca, subió hasta la habitación de mi mamá Andrea y revisó sus signos vitales. La lágrima que se asomó en los ojos de la doctora y la negativa que nos dio con la cabeza fue la confirmación de la peor pesadilla: yo había perdido a la parte más importante de mi vida, a quien le debía prácticamente todo. La ambulancia llegó a los pocos minutos y yo, ignorante, pensaba que tal vez en el hospital podrían hacer algo por ella. No sabía cómo iba a ser vivir sin ella. Nunca había perdido a alguien y me tocaba perderlo todo esa mañana de domingo. Un nuevo electro determinó que mi mamá Yoya se había ido definitivamente.

Mientras mi mamá arreglaba los trámites del ISSSTE y llamaba a la funeraria, yo me quedé sólo con su cuerpo en un cuartito del ISSSTE. En los colores pastel de los mosaicos de aquel cuarto se me perdía la mirada una y otra vez, pensando que si no me hubiera ido a dormir, tal vez habría podido hacer algo, o imaginando no pocas maneras de terminar con mi propia vida y alcanzarla, después de todo, no debía ir muy lejos. La lectura de Amado Nervo y su “amada inmóvil” me venía a la cabeza. Cuando él perdió a Ana Cecilia, pensó en el suicidio, pero nunca encontró el valor de hacerlo no por temor a perder la vida, sino por temor a novolveraverasuamadaenla eternidad al no poder aspirar a la redención tras haber cometido el pecado de cortar él mismo su vida. Cuando pude venir a casa a bañarme y cambiarme para ir a la funeraria, por primera vez en 15 años llegaba y en la casa ella no estaba. Estaba todavía su olor, su presencia, pero ya no estaba ella. En su cama, se dibujaba todavía la silueta de su cuerpo y cuando me recosté sobre ella, me pareció sentir todavía su calor. Allí mismo le pedí a Dios que, si tenía piedad, me llevara a su lado, pero nunca me respondió.

Esta madrugada se cumplen 17 años de aquella en que me desvelé con ella. La recuerdo siempre, todos los días, le sigo platicando mis cosas y trato de imaginar lo que ella me aconsejaría en cada situación. Sin embargo, cada madrugada del 14 de noviembre, le escribo unas líneas no con el ánimo de que sean leídas por nadie más que yo, sino con la esperanza de que mis letras, acompañadas de mi amor por ella, le lleguen a donde sea que se encuentre. Mi mamá Andrea se sentía orgullosa de haberme regalado una computadora y asumía que esa era su herencia para mí, espero que haya entendido que su mejor herencia, fue su tiempo, su amor, sus enseñanzas y que, lo poco bueno que tengo dentro de mí, se lo debo a ella.


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